jueves, 22 de septiembre de 2016

El asesinato de César le sirve a Italo Calvino (1923-1985), uno de mis escritores favoritos, para reflexionar sobre las intrigas palaciegas y la indiferencia de la gente ante ellas. Muy actual, a pesar de los siglos pasados. "Un espléndido día de marzo" nos invita a reflexionar también sobre nuestra pasividad de ciudadanos modernos, "lejanos e indiferentes como este espléndido y tranquilo día de marzo". (JD)







Italo Calvino (1923–1985)


Un Espléndido Día de Marzo



Lo que más me turba en esta espera -ahora estamos todos aquí, bajo los pórticos del Senado, cada uno en su lugar, Metello Cimbro con la súplica que debe presentarle, detrás, Casca que asestará el primer golpe, Bruto allí, bajo la estatua de Pompeyo; y es casi la hora quinta, no debería tardar-, lo que más me turba no es este frío puñal oculto aquí bajo la toga, o la ansiedad de saber qué imprevisto podría desbaratar nuestros planes, ni el temor de un espía, ni la incertidumbre del después: es sólo ver que es un espléndido día de marzo, un día de fiesta como todos los otros, y que las gentes salen de paseo, les importa un bledo la república y los poderes de César, las familias van al campo, la juventud asiste a las carreras de carros, las muchachas llevan esas vestiduras que caen rectas, una nueva manera de dejar adivinar con más malicia las formas. 

Nosotros aquí entre estas columnas silbando, fingiendo discurrir con desenvoltura, tenemos un aire más sospechoso que nunca, me parece a mí; pero ¿a quién se le ocurriría? Todos los que pasan por la calle están a mil leguas de pensar en estas cosas y es un día espléndido, todo está tranquilo.
Cuando nos arrojemos, desenvainados los puñales, allí, sobre el usurpador de las libertades republicanas, nuestros actos tendrán que ser rápidos como relámpagos, secos y al mismo tiempo furiosos. Pero ¿lo conseguiremos? En estos días todo ha cobrado un ritmo tan lento, estirado, aproximativo, fláccido, día a día el Senado va renunciando a sus prerrogativas, César siempre como a punto de ponerse la corona pero sin prisa, la hora decisiva parece estar por sonar a cada momento pero siempre hay un aplazamiento, otra esperanza u ... .aplazamiento, otra esperanza u otra amenaza. 

Estamos todos empantanados en el mismo charco, incluso nosotros: ¿por qué hemos esperado a los Idus para llevarlo a la práctica. ¿No podíamos haber actuado ya en las Calendas de marzo? Y si en esas estamos, ¿por qué esperar a las Calendas de abril? Oh, no, no imaginábamos así la lucha contra el tirano, nosotros, jóvenes educados en las virtudes republicanas: recuerdo ciertas noches con algunos que ahora están conmigo bajo este pórtico, Trebonio, Ligario, Decio, cuando estudiábamos juntos, y leíamos la historia de los griegos, y nos veíamos liberando nuestra ciudad de la tiranía: pues bien, eran sueños de días dramáticos, tensos, bajo cielos fulgurantes, de tumultos agitados, de luchas mortales, de este lado o de aquél, por la libertad o por el tirano; y nosotros, los héroes, tendríamos al pueblo de nuestro lado, sosteniéndonos, y después de las rapidísimas batallas, saludándonos vencedores. Pero nada de eso: tal vez los historiadores futuros hablarán, como de costumbre, de quién sabe qué presagios en los cielos tormentosos o en las vísceras de las aves; pero sabemos que es un marzo apacible, con algún chaparrón de vez en cuando, las otras noches un poco de viento que arrancó algún techo de paja en los suburbios. ¿Quién diría que esta mañana mataremos a César (o César a nosotros los dioses no lo permitan)? 

¿Quién creería que la historia de Roma está a punto de cambiar (para mejor o para peor, lo decidirá el puñal) en un día perezoso como éste?
El temor que me asalta es que, los puñales apuntando contra el pecho de César, también nosotros empecemos a aplazar, a sopesar el pro y el contra, a esperar su respuesta, a decidir qué contrapropuesta hacemos, y que entre tanto las hojas de los puñales empiecen a colgar blandas como lenguas de perro, que se derritan como serpientes de mantequilla contra el pecho altanero de César.
Pero ¿por qué también a nosotros termina por parecernos tan extraño encontrarnos aquí haciendo lo que debemos hacer? ¿No hemos oído repetir toda la vida que las libertades de la república son lo más sagrado? ¿No estaba dirigida toda nuestra vida cívica a vigilar contra quien quisiera usurpar los poderes del Senado y de los cónsules? Y ahora que ha llegado el momento, todos, en cambio, los propios senadores, los tribunos e incluso los amigos de Pompeyo, y los doctos que más venerábamos como el propio Marco Tulio, empiezan a hacer distingos, a decir que sí que César destruye el orden republicano, que se vale de la prepotencia de los veteranos, que perora sobre las dignidades divinas que le corresponderían, pero que es también hombre de glorioso pasado, y que para hacer la paz con los bárbaros tiene más autoridad que nadie, y que la crisis de la república sólo él puede resolverla, y en fin, que entre muchos males, César es el mal menor. 

Y para la gente, César está muy bien o les importa un rábano, es el primer día de fiesta en que el buen tiempo primaveral empuja a las familias romanas a salir al campo con las cestas de provisiones, el aire es suave. Tal vez ya no sea tiempo para nosotros, amigos de Casio y de Bruto; creíamos pasar a la historia como héroes de la libertad, nos imaginábamos con el brazo alzado en gestos estatuarios, y en cambio no hay más posibilidades, los brazos se nos quedarán entumecidos, las manos se abrirán a medio camino en movimientos cautelosos, diplomáticos. Todo se está prolongando más de lo debido: también César tarda en llegar, nadie tiene ganas de hacer nada esta mañana, esa es la verdad. El cielo está apenas veteado por tenues copos de nubes, y las saetas de las primeras golondrinas giran alrededor de los pinos. En las calles estrechas las ruedas golpean ruidosas el pavimento y chirrían en las curvas. 

Pero ¿qué ocurre en aquella puerta? ¿Qué es aquel grupo de personas? ¡Me distraje con mis pensamientos y César ha llegado! Ahora Cimbro le tira de la toga, y Casca, Casca ya retira el puñal rojo de sangre, todos le caen encima, ah, ahora Bruto, que hasta el momento se mantuvo aparte como absorto, se precipita también, parece que todos se desplomaran por los peldaños, César ha caído, el gentío me sostiene, ahora también yo alzo el puñal, golpeo, y veo abrirse Roma abajo con sus muros rojos al sol de marzo, los árboles, los carros pasan veloces sin saber nada, y una voz de mujer canta en una ventana, una tabla anuncia el espectáculo del circo, y al retirar el puñal siento como un vértigo, una sensación de vació, de estar solos, no aquí en Roma, hoy, sino de quedamos solos después, en los siglos venideros, el temor de que no entiendan lo que hemos hecho, de que no sepan repetirlo, de que permanezcan lejanos e indiferentes como este espléndido y tranquilo día de marzo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario